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Cuento de Navidad

El Viejo Scrooge y la Navidad (Charles Dickens)


Ebenezer Scrooge era un empresario y su único socio Marley había muerto. Scrooge era una persona mayor y sin amigos. Él vivìa en su mundo, nada le agradaba y menos la Navidad, decía que eran paparruchas. Tenía una rutina donde hacia lo mismo todos los días: caminar por el mismo lugar sin que nadie se parara a saludarlo.
Era víspera de Navidad, todo el mundo estaba ocupado comprando regalos y preparando la cena navideña. Scrooge estaba en su despacho como siempre con la puerta abierta viendo a su escribiente, que pasaba unas cartas en limpio, y de repente llegó su sobrino deseándole felices navidades, pero este no lo recibió de una buena manera sino al contrario, su sobrino le invito a pasar la noche de Navidad con ellos, pero él lo despreció diciendo que eso eran paparruchas. Su escribiente llamado Bob Cratchit seguía trabajando hasta tarde aunque era noche de Navidad, Scrooge le dijo un día que después de Navidad tendría que llegar mas temprano de lo acostumbrado para reponer el día festivo.
Scrooge vivía en un edificio frío y lúgubre como él. Cuando ya restaba en su cuarto algo muy raro pasó: un fantasma se le apareció, no había duda de quien era ese espectro, no lo podía confundir, era su socio Jacobo Marley, le dijo que estaba ahí para hacerlo recapacitar de cómo vivía porque ahora él tenía que sufrir por la vida que había tenido anteriormente. Le dijo que en las siguientes noches vendría 3 espíritus a visitarlo.
En la primera noche, el primer espíritu llegó, era el espíritu de las navidades pasadas, éste lo llevo al lugar donde él había crecido y le enseñó varios lugares y navidades pasadas, cuando él trabajaba en un una tienda de aprendiz; otra ocasión donde estaba en un cuarto muy sólo y triste y también le hace recordar a su hermana, a quien quería mucho.
A la segunda noche el esperaba al segundo espíritu. Hubo una luz muy grande que provenía del otro cuarto, Scrooge entro en él, las paredes eran verdes y había miles de platillos de comida y un gigante con una antorcha resplandeciente, era el espíritu de las navidades presentes. Ambos se transportaron al centro del pueblo donde se veía mucho movimiento: los locales abiertos y gente comprando cosas para la cena de Navidad. Después lo llevo a casa de Bob Cratchit y vio a su familia y lo felices que eran a pesar de que eran pobres y que su hijo, el pequeño Tim estaba enfermo. Finalmente lo lleva a la casa de su sobrino Fred donde vio como gozaban y disfrutaban todos de la noche de Navidad comiendo riendo y jugando.
 Después de esto regresó a su cuarto.
A la noche siguiente, esperaba al último espíritu, pero este era oscuro y nunca le llegó a ver la cara. Era el espíritu de las navidades futuras, quien le mostró en la calles que la gente hablaba que alguien se había muerto. Después lo llevó a un lugar donde estaban unas personas vendiendo las posesiones del señor que había muerto, y también le enseñó la casa de su empleado Bob donde pudo ver que su hijo menor había muerto y que todos estaban muy tristes. Por último, lo llevó a ver cadáver de este hombre que estaba en su cama tapado con una sabana, y al final, le descubrió quien era el señor que había muerto… Era él mismo, Ebenezer Scrooge.
Cuando el despertó se dio cuenta que todo había sido un sueño y que ese día era día de Navidad, se despertó con mucha alegría, le dijo a un muchacho que vio en la calle que fuera y comprara el pavo mas grande y que lo mandara a la casa de Bob Cratchit. Salió con sus mejores galas muy feliz porque podía cambiar y se dirigió a casa de su sobrino, al llegar lo saludó y le dijo que había ido a comer y estuvo con ellos pasándosela muy bien. Al día siguiente en la mañana le dio a su trabajador un aumento de sueldo y desde entonces fue un buen hombre a quien todos querían. El hijo menor de Bob, el pequeño Tim, grita contento. ¡Y que Dios nos bendiga a todos!

 FIN

Cuento de Navidad (El Gigante egoìsta)



Oscar Wilde
Todas las tardes, a la salida de la escuela, los niños se habían acostumbrado a ir a jugar al jardín del gigante. 

Era un jardín grande y hermoso, cubierto de verde y suave césped. 

Dispersas sobre la hierba brillaban bellas flores como estrellas, y había una docena de melocotones que, en primavera, se cubrían de delicados capullos rosados, y en otoño daban sabroso fruto. 

Los pájaros se posaban en los árboles y cantaban tan deliciosamente que los niños interrumpían sus juegos para escucharlos. 

-¡Qué felices somos aquí!- se gritaban unos a otros. 

Un día el gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo, el ogro de Cornualles, y permaneció con él durante siete años. Transcurridos los siete años, había dicho todo lo que tenía que decir, pues su conversación era limitada, y decidió volver a su castillo. Al llegar vio a los niños jugando en el jardín. 

-¿Qué estáis haciendo aquí?- les gritó con voz agria. Y los niños salieron corriendo. 

-Mi jardín es mi jardín- dijo el gigante. -Ya es hora de que lo entendáis, y no voy a permitir que nadie mas que yo juegue en él. 

Entonces construyó un alto muro alrededor y puso este cartel: 
Prohibida la entrada. 
Los transgresores serán

procesados judicialmente. 

Era un gigante muy egoísta. 

Los pobres niños no tenían ahora donde jugar. 

Trataron de hacerlo en la carretera, pero la carretera estaba llena de polvo y agudas piedras, y no les gustó. 

Se acostumbraron a vagar, una vez terminadas sus lecciones, alrededor del alto muro, para hablar del hermoso jardín que había al otro lado. 

-¡Que felices éramos allí!- se decían unos a otros. 

Entonces llegó la primavera y todo el país se llenó de capullos y pajaritos. Solo en el jardín del gigante egoísta continuaba el invierno. 

Los pájaros no se preocupaban de cantar en él desde que no había niños, y los árboles se olvidaban de florecer. Solo una bonita flor levantó su cabeza entre el césped, pero cuando vio el cartel se entristeció tanto, pensando en los niños, que se dejó caer otra vez en tierra y se echó a dormir. 

Los únicos complacidos eran la Nieve y el Hielo. 

-La primavera se ha olvidado de este jardín- gritaban. -Podremos vivir aquí durante todo el año
La Nieve cubrió todo el césped con su manto blanco y el Hielo pintó de plata todos los árboles. Entonces invitaron al viento del Norte a pasar una temporada con ellos, y el Viento aceptó. 


Llegó envuelto en pieles y aullaba todo el día por el jardín, derribando los capuchones de la chimeneas. 

-Este es un sitio delicioso- decía. -Tendremos que invitar al Granizo a visitarnos. 

Y llegó el Granizo. Cada día durante tres horas tocaba el tambor sobre el tejado del castillo, hasta que rompió la mayoría de las pizarras, y entonces se puso a dar vueltas alrededor del jardín corriendo lo más veloz que pudo. Vestía de gris y su aliento era como el hielo. 

-No puedo comprender como la primavera tarda tanto en llegar- decía el gigante egoísta, al asomarse a la ventana y ver su jardín blanco y frío. -¡Espero que este tiempo cambiará! 

Pero la primavera no llegó, y el verano tampoco. El otoño dio dorados frutos a todos los jardines, pero al jardín del gigante no le dio ninguno. 

-Es demasiado egoísta- se dijo. 

Así pues, siempre era invierno en casa del gigante, y el Viento del Norte, el Hielo, el Granizo y la Nieve danzaban entre los árboles. 

Una mañana el gigante yacía despierto en su cama, cuando oyó una música deliciosa. Sonaba tan dulcemente en sus oídos que creyó sería el rey de los músicos que pasaba por allí. En realidad solo era un jilguerillo que cantaba ante su ventana, pero hacía tanto tiempo que no oía cantar un pájaro en su jardín, que le pareció la música más bella del mundo. Entonces el Granizo dejó de bailar sobre su cabeza, el Viento del Norte dejó de rugir, y un delicado perfume llegó hasta él, a través de la ventana abierta. 

-Creo que, por fin, ha llegado la primavera- dijo el gigante; y saltando de la cama miró el exterior. ¿Qué es lo que vio? 

Vio un espectáculo maravilloso. Por una brecha abierta en el muro los niños habían penetrado en el jardín, habían subido a los árboles y estaban sentados en sus ramas. En todos los árboles que estaban al alcance de su vista, había un niño. Y los árboles se sentían tan dichosos de volver a tener consigo a los niños, que se habían cubierto de capullos y agitaban suavemente sus brazos sobre las cabezas de los pequeños. 

Los pájaros revoloteaban y parloteaban con deleite, y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped. Era una escena encantadora. Sólo en un rincón continuaba siendo invierno. Era el rincón más apartado del jardín, y allí se encontraba un niño muy pequeño. Tan pequeño era, no podía alcanzar las ramas del árbol, y daba vueltas a su alrededor llorando amargamente. El pobre árbol seguía aún cubierto de hielo y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía en torno a él. 

-¡Sube, pequeño!- decía el árbol, y le tendía sus ramas tan bajo como podía; pero el niño era demasiado pequeño. El corazón del gigante se enterneció al contemplar ese espectáculo.
-¡Qué egoísta he sido- se dijo. -Ahora comprendo por qué la primavera no ha venido hasta aquí. Voy a colocar al pobre pequeño sobre la copa del árbol, derribaré el muro y mi jardín será el parque de recreo de los niños para siempre. 


Estaba verdaderamente apenado por lo que había hecho. 

Se precipitó escaleras abajo, abrió la puerta principal con toda suavidad y salió al jardín. 

Pero los niños quedaron tan asustados cuando lo vieron, que huyeron corriendo, y en el jardín volvió a ser invierno. 

Sólo el niño pequeño no corrió, pues sus ojos estaban tan llenos de lágrimas, que no vio acercarse al gigante. Y el gigante se deslizó por su espalda, lo cogió cariñosamente en su mano y lo colocó sobre el árbol. El árbol floreció inmediatamente, los pájaros fueron a cantar en él, y el niño extendió sus bracitos, rodeó con ellos el cuello del gigante y le besó. 

Cuando los otros niños vieron que el gigante ya no era malo, volvieron corriendo y la primavera volvió con ellos. 

-Desde ahora, este es vuestro jardín, queridos niños- dijo el gigante, y cogiendo una gran hacha derribó el muro. Y cuando al mediodía pasó la gente, yendo al mercado, encontraron al gigante jugando con los niños en el más hermoso de los jardines que jamás habían visto. 

Durante todo el día estuvieron jugando y al atardecer fueron a despedirse del gigante. 

-Pero, ¿dónde está vuestro pequeño compañero, el niño que subí al árbol?- preguntó. 

El gigante era a este al que más quería, porque lo había besado. 

-No sabemos contestaron los niños- se ha marchado. 

-Debéis decirle que venga mañana sin falta- dijo el gigante. 

Pero los niños dijeron que no sabían donde vivía y nunca antes lo habían visto. El gigante se quedó muy triste. 

Todas las tardes, cuando terminaba la escuela, los niños iban y jugaban con el gigante. Pero al niño pequeño, que tanto quería el gigante, no se le volvió a ver. El gigante era muy bondadoso con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y a menudo hablaba de él. 

-¡Cuánto me gustaría verlo!- solía decir. 

Los años transcurrieron y el gigante envejeció mucho y cada vez estaba más débil. Ya no podía tomar parte en los juegos; sentado en un gran sillón veía jugar a los niños y admiraba su jardín. 

-Tengo muchas flores hermosas- decía, pero los niños son las flores más bellas.
 Una mañana invernal miró por la ventana, mientras se estaba vistiendo. Ya no detestaba el invierno, pues sabía que no es sino la primavera adormecida y el reposo de las flores. 


De pronto se frotó los ojos atónito y miró y remiró. Verdaderamente era una visión maravillosa. En el más alejado rincón del jardín había un árbolcompletamente cubierto de hermosos capullos blancos. Sus ramas eran doradas, frutos de plata colgaban de ellas y debajo, de pie, estaba el pequeño al que tanto quiso. 

El gigante corrió escaleras abajo con gran alegría y salió al jardín. Corrió precipitadamente por el césped y llegó cerca del niño. Cuando estuvo junto a él, su cara enrojeció de cólera y exclamó: 

- ¿Quién se atrevió a herirte?- Pues en las palmas de sus manos se veían las señales de dos clavos, y las mismas señales se veían en los piececitos. 

-¿Quién se ha atrevido a herirte?- gritó el gigante. -Dímelo para que pueda coger mi espada y matarle. 

-No- replicó el niño, pues estas son las heridas del amor. 

-¿Quién eres?- dijo el gigante; y un extraño temor lo invadió, haciéndole caer de rodillas ante el pequeño. 

Y el niño sonrió al gigante y le dijo: 
 
-Una vez me dejaste jugar en tu jardín, hoy vendrás conmigo a mi jardín, que es el Paraíso. 


Y cuando llegaron los niños aquella tarde, encontraron al gigante tendido, muerto, bajo el árbol, todo cubierto de capullos blancos.